¿Saben? Algo pasa con este escrito… Quizá los aliados de mis creencias limitantes estén jugándome una mala pasada. Escribí la primera parte de este texto a principios del mes pasado. Algo sucedió y lo dejé inconcluso. Retomé la idea cuando febrero ya estaba terminando y me gustó el resultado final, pero no contaba con que la tecnología y la sincronicidad dirían «no sale esto a la luz» y zaz, no se guardó el texto… Me enojé y ya no quise volver a escribir… Llegamos a marzo y me animo a abrir nuevamente el archivo, leo lo poco que se había quedado y concluyo que siempre hay un tiempo para que se diga lo que se quiere decir. AQUÍ VOY:
Hablar de los padres está bien social, cultural y religiosamente; cuando resaltamos lo bueno de sus enseñanzas, lo duro que fue para ellos darnos lo mejor, o cuando destacamos que, a pesar de no contar con recursos, pudieron sacarnos adelante. Y eso, en muchos casos es una realidad, y válida, sin duda, para los adultos que somos, no para los niños que fuimos en algún momento y que, se sorprenderían, aún en muchos de nuestros actos, están presentes.
En la consulta no atiendo a menores de edad, sólo veo problemáticas de adultos. Sin embargo, al hablar con ellos, descubro a pequeños tan necesitados de afecto, atención, de ser vistos y considerados, con un gran deseo de ser sostenidos y consolados, que, por decirlo de alguna manera, mis pacientes son niños de 18 y hasta más allá de los 80 y tantos años.
Todos provenimos de unos padres. Los hayamos conocido o no, tratado o no, amado o no, de ahí vinimos.
El problema surge cuando los aprendizajes, las enseñanzas, las creencias, los valores y los principios de esos padres ( o quienes hayan fungido como tales) se quedan en nuestra cabeza y nuestro corazón, ya sea en alguno de los dos extremos: uno totalmente positivo, o bien, uno exclusiva o mayoritariamente negativo. El problema quizá no se haya dado en el marco de nuestra infancia, sino que, si en nuestra vida adulta no encontramos el equilibrio con esos padres internalizados, van a dominar los ámbitos familiar, pareja, trabajo; y para los que lo sean, como padres de sus hijos.
¿De qué padres hablo?
De los que «nos hacen» actuar con nosotros mismos y con los demás -en nuestra vida adulta- de formas injustas, indignas, críticas, juzgadoras, inflexibles, regañonas, violentas, humillantes… No necesitamos haber convivido con ellos todo el tiempo, tampoco si nos dieron su apellido o su compañía. Incluso si no los conocimos. Todos formaremos una imagen de ellos con las experiencias directas o indirectas vivenciadas con la figura original de cada uno, o suplentes, como los abuelos, tíos, hermanos mayores, tutores, parejas de nuestros padres, maestros y vecinos. Si no convivimos con los originales, vendrán otros a armar en nuestra cabeza, esa idea de papá o de mamá con la que llegaremos a la vida adulta.
Les comparto una historia de uno de estos extremos:
Conocí a una persona que idolotraba a sus padres. Ella ya era una persona mayor y no le había ido muy bien con sus hijos. No lo decía, pero estaba decepcionada de ellos. Sin embargo, cuando hablaba o se refería a sus padres, eran perfectos. Mencionaba todo lo bueno que le habían dado y todo lo que ella les había correspondido. Resaltaba siempre que había sido una buena hija, cercana, proveedora, amorosa; que llegó a despertar las envidias de sus hermanos porque ella era la elegida de ambos.
Lo que no decía era que lo que esperaba de sus hijos, y en eso radicaba su decepción, era que quería que fueran como ella había sido con sus padres: solícita, heroica, salvadora… Lo que nunca ha podido expresar es que sus acciones sólo fueron la indudable muestra de lo que un hijo o una hija hacen cuando no fueron vistos ni reconocidos…
El trabajo de cualquier padre es cubrir todas las necesidades emocionales básicas de sus hijos: confianza, interés, seguridad, respeto, amor, consideración…, una tarea dura y más, si ésta no fue satisfecha por los padres de éstos. Nada más difícil de hacer que lograrlo sin el conocimiento y la práctica previos.
Es por esta falta que la vida de muchos adultos se ve impactada: porque la siguen esperando de esos padres que están todo el tiempo habitando dentro de su ser, y que provienen de aquéllos que algún día hicieron ese papel en la infancia, cuya función terminó hace muchos años y que dio frutos en algunos rubros, pero que, precisamente, necesitan ser vistos en su totalidad para reconocer lo que haya tenido un impacto positivo en tu vida de adulto, y reclamar por aquello que no fue dado.
La gente viene a consulta insistiendo en por qué no se le dio lo que necesitaba, o engañándose con la idea de que sus papás fueron lo más cercano a la pureza y a la santidad, y que precisamente por eso, ahora les toca darles a ellos lo que no tuvieron, perpetuando la injusticia con ese pequeño que alguna vez fueron.
El trabajo personal es otorgarle a ese niño la justicia que no ha obtenido. El lugar importante y especial en el corazón de alguien, la acción que lo dignifique y le dé valor; y el reconocimiento de sus capacidades, sus talentos y su belleza. El padre y madre que ese niño o niña necesita lleva el nombre de quien lea este escrito. Es decir, sólo tú podrás devolverle, entregarle o satisfacer esa necesidad que no ha sido cubierta. Sólo entonces ese niño o niña dejara de buscar a esos padres en tu relación de pareja o en tu vínculo profesional.
Sé un buen padre y una buena madre de ti mismo.
Se lo debes a ese pequeño o pequeña.
Un abrazo desde esta mujer de 49 años que una crisis de ansiedad le hizo ver cuán abandonada tenía a esa pequeña.